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Las similitudes de esta partida con la joya Lewitzky-Marshall
son más que evidentes. En ambas la dama se coloca al
alcance de dos peones enemigos, una jugada que nos
muestra la gran belleza del ajedrez, donde la imaginación
no conoce límites y permite crear movimientos
insospechados. Seguro que Rossolimo hubiese agradecido
que el tablero se hubiese llenado de monedas de oro, tal
y como le ocurrió a Marshall en 1912.
Sin duda, esta partida merece un mayor reconocimiento,
parece que todos los laureles se los llevó Marshall y
ninguno quedó para Rossolimo. Si uno echa un vistazo a
alguna otra de sus partidas, como su victoria
ante Romanenko,
comprenderá el calado real de su talento y de su fuerza
combinativa. Y es que el ajedrez es así, un deporte
donde la belleza se puede crear en cualquier rincón del
tablero. |