Vagabundo
( Autor : Lincoln
Maiztegui Casas -
Revista Jaque nº 282
)
NOTA
INTRODUCTORIA: Descubrí este artículo de Lincoln Maiztegui en
una revista Jaque de 1989 y me quedé francamente impresionado. Ya
conocía otros trabajos de este escritor, los cuales siempre me
habían gustado, aunque aquí se superó a sí mismo. La historia
tiene una gran parte de realidad, ya que Fischer fue detenido en
Pasadena en 1981 acusado de vagabundo y como sospechoso de robo. Me ha
parecido un retrato sensacional de la caída imparable de Fischer
hacia la oscuridad, en la que se abandonó a sí mismo, dando la
espalda al mundo y viviendo a su manera. No he podido resistirme a
incluir esta historia en 'Ajedrez de ataque', en lo que también
representa un homenaje a su autor, ya fallecido.
Vagabundo
Recorría las calles con la mirada algo extraviada, con andar
desgarbado y cansino, las manos en el bolsillo de un pantalón
mugriento, despeinado el rubio cabello ya no demasiado abundante,
larga y descuidada la barba. Se detenía cada tres o cuatro pasos y se
quedaba un instante inmóvil, como meditando en el sentido último de
la vida, o como preguntándose dónde iba a dormir esa noche, o cómo
mataría el hambre de varios días. Un marginal de los tantos que
pueblan la contracara de la opulenta sociedad norteamericana, un
vagabundo indigente pasando silencioso por la vida, un desengañado de
este mundo, andando sin rumbo, como el personaje central del "Winterreise"
schubertiano. Tal vez, como él, sentía físicamente la opresión de
las canas incipientes, le ardían las plantas de los pies, evocaba
melancólicamente antiguas tardes de primavera de tiempos y años
floridos que se fueron, meditaba en la dulzura del descanso,
silencioso y final, al pie de un viejo tilo, o en dejarse ir, al
soplar incierto de los vientos, detrás de la música de algún ignoto
organillero.
Los
policías le vieron y recelaron. ¿Quién era aquel vagabundo con
trasnochado aire de "hippy'', en estos tiempos de pulcritud,
jerarquías sociales y buenas costumbres, donde lo único sucio que
acepta la buena sociedad es el realismo literario? ¿Tan sólo un
paria, un don nadie, una piltrafa humana, un subproducto de las heces
de la sociedad? ¿O algo peor, un peligroso delincuente en busca de su
presa, un potencial atracador de confiados transeúntes? En todo caso,
convenía averiguarlo.
La
uniformada
pareja abordó al desconocido.
-
Documentos, por favor.
El
alto y desastrado cuarentón pareció tardar en comprender que
aquellos dos hombres se dirigían a él. Fijó la mirada primero en
uno, luego en el otro e hizo un vago movimiento con su mano hacia un
bolsillo.
-
¿No ha oído usted? Documentos.
El tono era apenas correcto, con un claro retintín despectivo.
El hombre registró un instante su bolsillo e hizo un gesto vago.
-
Que, ¿no lleva usted documentos? ¿Quién es usted, dónde vive?
El policía ya se expresaba
de forma claramente agresiva. Aquel individuo estaba indocumentado y
parecía resistirse a dar su filiación. Toda duda desapareció de su
ánimo: era un tirado, y además, un tonto.
-
Responda, por favor -dijo el otro guardián del orden, de forma algo más
comedida-. De lo contrario, tendremos que detenerle.
El desconocido pareció entonces hacerse cargo de toda la situación;
y habló con voz clara, con gesto enérgico, como quien no está
habituado a que le traten así.
-
¿Detenerme? ¿Por qué? ¿Con qué derecho?
-
Mire, amigo -prosiguió el primer policía, haciendo un evidente
esfuerzo por dominarse-. No tenemos por qué explicarle nada. Usted va
por la calle sin documentos, con aspecto de no haber dado golpe en su
vida y no nos dice quién es ni dónde vive...
-
Soy Bobby Fischer.
-
Vale -dijo el otro policía-. Ya sabemos quién es
usted. ¿Dónde trabaja?
-
No trabajo.
-
¿De qué vive entonces, amigo? -preguntó con sorna el más hostil de
ambos agentes- ¿Vive aquí en Pasadena o está de paso?
El rubio y espigado paseante ya no parecía el mismo. Toda traza de
desorientación había desaparecido, y su actitud se hizo de pronto
claramente agresiva.
-
¿Y a usted qué diablos le importa quién soy yo, dónde vivo o si
trabajo o no trabajo, pedazo de zoquete? Váyase de una vez al demonio
y déjeme en paz, ¿vale?
El policía se puso tenso como un resorte, al borde de la violencia física.
Su compañero le detuvo con un gesto y se dirigió al insolente
vagabundo con voz gélida.
-
Además de andar de noche por la calle sin documentos, además de
negarse a decirnos dónde vive o dónde trabaja...
-
iYa se lo he dicho, jodido pelmazo!
Soy
Bobby Fischer, vivo en Pasadena, no trabajo porque soy el Campeón
Mundial de Ajedrez y camino por la calle porque vivo en un país libre
y porque me da la gana. ¿Usted no es de aquí? ¿No sabe quién es
Bobby Fischer?
-
Es usted muy atrevido, amigo -dijo el más sereno de los dos policías-.
¿Así que es usted Campeón Mundial de Ajedrez, o de no sé qué? ¿Y
anda por el mundo con esa pinta de facineroso?
-
Déjeme en paz, por favor. No he hecho nada malo; estoy sólo dando un
paseo. Soy Robert James Fischer, Campeón
Mundial de Ajedrez...
-
Y yo soy Ronald Reagan, presidente de los
Estados Unidos -barbotó el primer policía-. Vamos, tiene que acompañarnos
a la comisaría.
-
¿Por qué? ¿Por qué? -la indignación congestionaba al noble rostro
surcado de arrugas.- ¿Por qué? -repitió.
-
Por andar vagabundeando por la calle, indocumentado y sin filiación
clara. Por mentirle a la policía. Venga con nosotros y
más vale que no se resista,
porque puede ser peor para usted.
Los tres hombres caminaron
silenciosos por la calle, en la clara noche iluminada por la luna.
Durante un largo rato nadie dijo nada. Por fin, el policía más
hostil volvió a hablar.
-
¿De modo que es usted campeón mundial? No sabía que los campeones
mundiales andaban ahora vestidos como pordioseros y mendigando por las
calles. ¿Es usted un millonario excéntrico?
-
Vete a la mierda -fue la lacónica respuesta.
-
Tranquilícese, señor campeón del Mundo –dijo el
otro agente-. Esos insultos pueden costarle
caros.
En la comisaría había mucha actividad; hombres de uniforme
que entraban y
salían, personas que venían a
buscar a familiares detenidos, coches azules que paraban y volvían a
emprender la marcha raudamente. En una habitación, sobre un banco de
madera, se sentaban varios hombres: drogadictos, borrachos, parias de
la noche. Uno de los policías se dirigió a un compañero suyo que,
sentado ante un escritorio, anotaba las entradas y salidas.
-
Traemos detenido a este hombre por vagabundear. No tiene documentos,
se niega a decir dónde vive y afirma que es Campeón Mundial de
Ajedrez. Además, ha insultado a los agentes que le detuvieron.
Con
aire burocrático, el policía del escritorio comenzó el
interrogatorio.
-
Nombre.
-
Robert James Fischer.
-
Profesión.
-
Campeón Mundial de Ajedrez.
El policía hizo un gesto de sorpresa y miró por vez primera,
al detenido.
-
¿Robert Fischer? ¿Bobby Fischer, el Campeón Mundial de Ajedrez? ¿Dice
usted que es Bobby Fischer?
-
Sí.
-
No se haga el listo, amigo. En Pasadena todos conocemos a Bobby; no
usa esas barbas, ni se viste como un tirado, ni
anda
vagabundeando por la calle a estas horas. Más vale que nos diga de
una vez quién es usted.
-
Ya se lo he dicho. Y ahora es usted
el que va a decirme por qué me han detenido y por qué estoy aquí.
Quiero irme a mi casa.
El tono firme, la fría y enérgica mirada azul y el aire de
nobleza de aquel hombre hicieron vacilar al policía. ¿Sería
realmente Bobby Fischer aquel desarrapado? Él recordaba al legendario
Campeón Mundial; muchos, muchos años antes cuando iba al colegio, el
gran Robert James Fischer había ido de visita y había dado unas
simultáneas. Él no sabía jugar al ajedrez, pero había seguido
fascinado, la exhibición de aquel adolescente rubio y nervioso.
Recordó luego, como en un lamparazo de la memoria, el interés con
que siguió el match contra aquel ruso del nombre extraño,
en un país lejano (fue Noruega, o Finlandia) y la alegría que tuvo
cuando el gran americano destrozó al
comunista
cabrón. ¿Podría ser aquel veterano de rostro curtido, barbudo
desaliñado, con aspecto de persona no recomendable, el mismo veinteañero
rubio, brillante como un sol, nervioso y sonriente, aureolado de
gloria, de sus recuerdos infantiles? Sabía que Fischer vivía en
Pasadena, pero nunca se dejaba ver. Se decía que había abandonado el
ajedrez y que estaba un poco tocado del ala.
-
Señor, no se puede pasear a estas horas sin documentación; hay mucho
maleante suelto y nuestra obligación es cuidar el mantenimiento del
orden. Usted me dice
que es Bobby Fischer, pero no me muestra ningún documento que lo
acredite.
Un nuevo tono de respeto campeaba en la
voz
del policía. El detenido le miraba fijo a los
ojos,
con expresión severa y limpia. "Es Bobby
Fischer,
joder" -se dijo, estremecido-. "Es Bobby
Fischer,
o al menos es alguien importante. Este
hombre
no es un cualquiera".
Dibujo
de Luis Miguel Pérez, publicado en la revista Jaque nº 282
El
detenido cogió, sin pedir permiso, un bolígrafo del escritorio y
garabateó un número sobre un papel.
-
Llame a este número -dijo- y déjeme ir de una vez.
Todos vosotros sois unos imbéciles y unos incompetentes.
-
iDeja de insultarnos, cabronazo, o te voy a …!
-estalló
el policía que le había abordado y le
había
detenido, al tiempo que alzaba el brazo
con
ademán de darle un golpe en la cara. Su
compañero
de guardia le detuvo, y el agente del
escritorio
gritó: 'Tranquilo, conténgase, por favor".
Y
luego,
dirigiéndose al detenido:
-
Por más Bobby Fischer que sea usted, no tiene derecho a insultar a la
policía. Por favor, tome asiento en aquel banco y espere, que voy a
tratar de confirmar la veracidad de los datos que nos ha dado.
Bobby
tomó asiento en el sucio banco de madera. A su lado un jovencito
dormitaba con la boca abierta. Al lado de éste un hombre sucio y
maloliente había optado por acostarse sobre el banco y dormía a
pierna suelta, sin zapatos. En la otra parte de la habitación un
muchacho temblaba y se quejaba, preso de un violento síndrome de
abstinencia. Era el descenso a los infiernos. Bobby meditó con ironía
sobre su situación. La cosa tenía su lado cómico. El gran Robert
Fischer, el niño prodigio, el jovencito mimado del Manhattan Chess
Club, el "enfant
terrible" del ajedrez mundial, el vencedor de 50
años
de supremacía soviética en el campo del ajedrez, el hijo de la
gloria, estaba allí, sentado en el frío
banco de una comisaría, rodeado de infelices miembros de un submundo
de delincuencia y marginalidad, detenido por vagabundo. Y
habían
estado a punto, incluso, de golpearle. No hubiera sido la primera vez,
desde luego. Casi como una terapia, dejó de vagar otra vez su mente
hacia el pasado, hacia el corazón de sus años luminosos de juventud.
Se vio otra vez con 18
años,
en una lejanísima Buenos Aires, en la sala de juego del Torneo
Sesquicentenario, que tan mal había jugado. Acababa de terminar una
partida y estaba analizando la posición con su adversario; los otros
participantes pedían silencio, y él sabía que estaba prohibido
analizar en la sala de juego, pero no le importaba. A Bobby Fischer
todo le estaba permitido; para él no regían las prohibiciones.
Recordó claramente la pequeña figura del árbitro aproximándose a
su mesa. Era un alemán diminuto, de mirada de águila y
labios
como el filo de un cuchillo. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Wemer
Heimann; andaba con los pies hacia afuera, como Chaplin cuando
representaba a Charlot, y los argentinos, por ello, le decían
Carlitos. -
iMaestgggo Fischegg, no se pouede analizaggg
en
la sala de juego; poggg favoggg, vaya a la sala
de
análisis! -Incluso él, que apenas hablaba el
español,
notaba el fuerte acento germánico.
Recordaba
su respuesta de jovencito endiosado:
"
iYou shut up! ", y el gesto de desprecio que hizo con su mano
izquierda. Y recordaba, como
si
se hubiera desatado de pronto un vendaval,
las
piezas rodando por el suelo y su propia figura
perdiendo
el equilibrio ante el cachete que, sorpresivamente,
le
había caído en la cara.
-
¡Insolente, te voy a enseñaggg a ggguespetag a los mayores!
Recordó
que toda la situación le pareció irreal, algo así como un sueño;
como lo que estaba viviendo en ese momento, en aquella absurda comisaría.
Sin duda aquel hombre no se había dado cuenta de quién era él, el
Gran Bobby, el amado de los dioses. Poniéndose de pie, azorado, trató
de sacarlo de su error:
-
iYo Bobby! -dijo en su chapurreado español.
-
iNo, vos bobo! -soltó el alemán- iY ahogga, fuera
de aquí!
En su soledad interior no pudo evitar sonreír. Sin duda aquel
cachete estaba mucho más justificado que el que habían estado a
punto de darle esa noche. Curioso tipo aquel Carlitos Heimann,
emigrado de la Alemania nazi, celoso de su autoridad y su dignidad,
capaz de abofetear a una estrella del tablero. Los argentinos le habían
contado después que, años antes, le había tirado las piezas a
Alekhine porque éste no respetaba el tiempo de que disponía para
pensar durante un torneo de ajedrez rápido controlado por una bocina
que sonaba cada 5 segundos; el Campeón Mundial le había espetado un
sonoro i"Cochon"!, pero Carlitos, una vez más, se había
hecho respetar. Recordó que todo había terminado bien, pues esa
noche
ambos se habían
disculpado mutuamente y habían terminado amigablemente, hablando de
ajedrez.
Evocó sus días de trabajo y de gloria, la fama que había
dejado como quien abandona a una amante de la que se ha cansado, el
dinero perdido con aquellos farsantes seudorreligiosos que le hablaban
de la pobreza del mundo y la solidaridad con los necesitados mientras
se iban de vacaciones a Hawai en sus yates privados; recordó a sus
amigos de todo el mundo, que le querían y admiraban; ¿qué pensarían
si lo vieran allí? Evocó el asombro que provocaban sus proezas
infantiles, la cara de maravillada incredulidad del pobre Donald Byrne
cuando, durante un torneo de rápidas en el Manhattan Chess Club, el
niño de 12
años
rehusó unas tablas diciendo: "Mi rey llega hasta 'a6' y no hay más
jaques" ; y era verdad, y el rey recorrió todo el tablero, llegó
hasta 'a6'
y no hubo más jaques, y Donald le preguntó
cómo
lo sabía, y él le respondió: "I feel it'', y
todos
prorrumpieron
en aplausos. Y
recordó
la cara
de
incredulidad del millonario Slater cuando le
exigió
que el dinero que le ofrecía a él personalmente
para
que disputara el match contra Spassky
fuera
sumado a la bolsa del encuentro, para que
se
lo llevara el ganador. Y
volvió
a sonreír al
rememorar
las expresiones de asombro y
terror
de
las caras de Geller y Reshevsky cuando se
presentó
a jugar contra éste, en el Interzonal,
después
de haber perdido varias rondas por incomparecencia.
Recordó
su gloria y su fortuna, las multitudes
aclamándole,
los tiempos en que sus caprichos
eran
leyes. Y
se
sintió por un momento acosado,
miserable,
solitario, entre el hedor y
los
eructos
de
sus ocasionales acompañantes. Tuvo el impulso
de
levantarse y salir a la carrera, al aire libre,
al
soplo fresco de la noche; pero se contuvo. No
era
la primera vez que afrontaba una situación
difícil;
recordó de pronto, caprichosamente, una
de
sus partidas, contra un jugador ignoto, un tal
Osvaldo
Bazán. Había jugado imprudentemente
con
las negras y de pronto se vio sometido a
un
terrible ataque; pero resistió, encontró recursos
increíbles
y terminó ganando: Ver
partida.
Respiró
hondamente y relajó los músculos.
Había
que resistir y esperar. Como tantas veces.
-
Perdone, señor... ¿Usted es Bobby Fischer?
La
voz, clara, juvenil, partía del jovencito que se sentaba a su lado.
Bobby le miró con la misma cara de sorpresa de Donald Byrne en aquel
torneo de rápidas. No tendría más de 16 años; moreno, con aspecto
de hispano, ojos castaños deslumbrados por el asombro y la felicidad.
-
Sí. ¿Me conoces?
El
chico resplandecía en la sórdida habitación.
-
Claro que sí... yo juego al ajedrez, ¿sabe usted? Mal, pero me gusta
mucho. Nunca pensé que…
Bobby
le miró en silencio. No había nada que
decir.
El chico se había ruborizado, pero luego
de
un momento terminó su frase:
-
Bueno, yo... no creía encontrarme aquí con usted. Pero soy muy
feliz. He comprado el libro con todas sus partidas, y siempre las
miro... iJoder, yo estoy hablando con Bobby Fischer! No me lo puedo
creer.
Aquella voz amiga, aquel jovencito entusiasta que le había
conocido y que le expresaba admiración y afecto en aquel momento y
aquella situación, le pareció a Bobby una compensación del Destino
por toda aquella pesadilla. Y
le
emocionó más que las multitudes, que le halagaban y adulaban en sus
tiempos de gloria.
-
Señor Robert Fischer.
La
voz del policía le volvió a la realidad. Se puso de pie y fue hasta
el escritorio. El agente burócrata se veía confuso e incómodo.
-
Hemos llamado al teléfono que usted nos dio, y hemos confirmado que
es usted Bobby Fischer… queda usted en libertad... y le pedimos perdón
por las molestias. Es que...
Bobby
le miraba con dureza. La actitud del
policía
era la del que prefiere que se lo trague
la
tierra.
-
Ese chico... no sé cómo se llama. Se va conmigo.
-
Pero señor Fischer... está indocumentado, es menor de edad y
sospechamos que se ha fugado de su casa. Estamos tratando de tomar
contacto con la familia.
-
Se va conmigo.
-
Pero comprenda usted...
-
iSe va conmigo, he dicho! ¿O prefiere que denuncie a la prensa que fui
detenido
arbitrariamente y estuvieron a punto de golpearme?
-
No, claro que no, pero... En fin, si
usted se hace cargo del chico ...
-
Me hago cargo. Se va conmigo.
El
policía dio la orden y el muchacho, radiante de felicidad, se acercó
a Bobby. Cuando salían, uno de los agentes que le habían detenido,
el más sereno de los dos, se acercó a él con una tímida sonrisa.
-
Bobby, yo quisiera pedirle...
-
Señor Fischer, por favor.
-
Señor Fischer, yo quisiera pedirle un autógrafo. Es para mi hijo, ¿sabe?
Juega al ajedrez...
-
No.
Tomó
al chico del brazo y salió con él al aire cálido de la noche.
-
¿Cómo te llamas?
-
James, como usted.
-
¿Dónde irás?
-
A mi casa. Discutí con mi padre y me largué, pero voy a volver.
-
Bien James; toma, esto es un recuerdo para ti. Extrajo
un papel de su bolsillo, escribió unas
líneas
y lo firmó. Se lo dio al chico, cuyos ojos
brillaban
de felicidad y gratitud. Volvió a echar
mano
al bolsillo y encontró un billete de cinco
dólares;
era lo único que tenía para subsistir varios
días,
hasta que llegara la fecha de cobrar
la
miserable pensión que le pasaba el Ayuntamiento.
Todo
su dinero había volado años atrás.
Bobby
Fischer era ahora un indigente, pero no
le
importaba en absoluto. Después de todo, lo
era
porque quería, y porque le daba la gana
vivir
así, a su aire.
-
Toma esto. Come algo antes de llegar a tu casa. Adiós.
El
muchacho se marchó. Antes de girar la esquina se volvió y agitó un
brazo. Su sonrisa resplandeció en la noche, como una estrella fugaz
en el cielo de verano. Luego, desapareció.
Con
las manos en los bolsillos vacíos, Bobby reemprendió su interrumpida
caminata. Todo pensamiento oscuro, toda melancolía, toda evocación
del perdido ayer, de la muerta juventud, había desaparecido de su espíritu.
Era, otra vez, el gran Bobby Fischer: conservaba el mágico poder de
hacer felices a los demás.
Lincoln
Maiztegui Casas
(23
Enero 2015)
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