Una de las grandezas de la época romántica residía en
que cualquier jugador, aunque fuese casi desconocido,
podía firmar su propia obra de arte. Esto supuso un
enorme legado, a pesar de que en aquellos tiempos no se
disputaban demasiados torneos, por lo que el número de
partidas era ínfimo en comparación con los tiempos
modernos. Cuando se la califica como la edad de oro del
ajedrez, no se hace a la ligera. Todo aficionado que se
precie debe estudiar y conocer este tipo de partidas,
esto le ayudará a comprender que hay muchas formas de
jugar al ajedrez y cada cual debe encontrar la suya, que
en la mayoría de ocasiones es la que mejor se amolda a
su personalidad.
Edmund
Thorold
Edmund Thorold no destacó demasiado entre los
ajedrecistas del siglo XIX. Debo reconocer que yo le
conocía por su derrota ante Tarrasch, una partida que
he encontrado en distintos libros, y no por sus logros
en el tablero. Pero el ajedrez tiene esa
característica, cualquier jugador, por modesto que sea,
puede pasar a la posteridad gracias a alguna de sus
partidas. No creo que esto ocurra en ningún otro
deporte, donde la gloria sólo está reservada a los
jugadores que están en la élite. En el ajedrez todo
jugador tiene la oportunidad de pasar a la posteridad,
basta echar un rápido vistazo a esta web para poder
comprobarlo.
Esta partida me gustó desde un principio porque ambos
bandos decidieron jugar sin miedo y de forma ofensiva.
Pero lo que más me llamó la atención fue la sangra
fría de Thorold, que en la jugada 21 decidió alejar su
propia dama de la defensa, cuando las negras más
apretaban, sabiendo que su rey estaba rodeado por el
enemigo, pero a salvo. En la cabeza de Thorold sólo
estaba el plan de conducir al rey enemigo al patíbulo y
no le preocupó para nada la seguridad de su propio
monarca. La extracción del rey hacia el centro, tan de
moda en aquella época, se hizo de forma brillante, lo
que hace que 146 años después estemos hablando de esta
partida a través de un medio que llega a cualquier
rincón del planeta.
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